El capital riesgo que importa
Invertir en empresas en fase inicial siempre ha sido, en esencia, un acto de fe. Arriesgar el dinero presente por un futuro incierto, a menudo improbable. Es un juego profundamente humano: confiar en personas y proyectos que apenas existen, apostando a que pueden crear algo valioso donde hoy sólo hay una promesa.
Pero este simpático teatro del Capital Riesgo se ha llenado de bonitas historias y palabras de moda tecnológicas que deslumbran, mientras que escasean los arquitectos y constructores que entiendan que se trata de construir a largo plazo. Que sepan distinguir entre las modas pasajeras y la esencia de la buena inversión.
No se trata de estar en contra de las nuevas tecnologías. El Metaverso, la Inteligencia Artificial, Blockchain... por supuesto que son apasionantes. Lo preocupante es la facilidad con la que parte del sector se lanza de cabeza a conceptos apenas comprendidos, movidos más por el miedo a perderse algo (FOMO) que por verdadera convicción.
Algunos inversores invierten dinero en cosas que no entienden. Algunos empresarios recaudan fondos con modelos de negocio apenas esbozados, vendiendo futuros tan grandiosos como inverificables. Las valoraciones se disparan. Y cuando no funciona, no importa: siempre habrá una nueva palabra de moda a la que agarrarse.
El buen capital riesgo debería ser otra cosa.
Un verdadero inversor necesita un pensamiento crítico para no dejarse hipnotizar por las tendencias. Necesita humildad, para no creerse más listo que los demás sólo porque tiene un abundante flujo de operaciones o porque otros inversores le han confiado dinero. Y necesita paciencia, porque construir una empresa sólida lleva mucho más tiempo -y esfuerzo- del que a menudo se admite.
La inversión en fases iniciales no consiste en perseguir unicornios, sino en ayudar a las empresas a descubrir quiénes son, qué problema resuelven y qué clientes están dispuestos a pagar por ello. Se trata de guiar sin abrumar. Aportar ideas y capital de forma responsable. Estar presente, especialmente cuando las cosas se ponen difíciles.
Los buenos inversores no persiguen rondas de financiación, como tampoco lo hacen los buenos empresarios. Persiguen clientes. Entienden que el capital es un puente, no un fin en sí mismo. Que el verdadero éxito no se mide por el dinero recaudado, sino por la capacidad de una empresa para generar ingresos recurrentes y sostenibles de clientes satisfechos, y muy por encima de sus costes.
Por supuesto, también se trata de asumir riesgos. No hay rentabilidad extraordinaria sin aceptar que varias empresas de una cartera fracasarán por el camino. Por eso el buen Capital Riesgo diversifica: invierte en 20 o 30 empresas, sabiendo que sólo unas pocas concentrarán la mayor parte del valor. Ésas son las que, tras años de trabajo y aprendizaje compartidos, y de inversiones escalonadas basadas en percepciones y necesidades, pueden devolver 10 o 20 veces la inversión original.
Pero esto lleva tiempo. Mucho más de lo que permite una mentalidad a corto plazo. Porque una empresa necesita años -a veces una década- para consolidar un modelo de negocio real, construir un equipo fuerte y generar valor tangible. El dinero importa, sí, pero no basta con inyectarlo bajo presión. Una empresa que no ha validado su mercado no necesita crecer rápido, necesita entenderlo. Necesita entenderse a sí misma.
Por desgracia, el capital riesgo de los grandes tiene sus propias limitaciones. Los fondos más grandes no pueden permitirse invertir billetes pequeños en fases muy tempranas. Si gestionan 200 millones de euros, tienen que extender grandes cheques, lo que les obliga a buscar empresas que ya estén "preparadas" para escalar o, peor aún, a empujarlas a actuar como si lo estuvieran cuando no lo están.
Esto crea un extraño ecosistema, en el que coexisten empresarios que venden promesas infladas con inversores que necesitan creerlas. No por ingenuidad, sino por necesidad estructural.
Y, sin embargo, sigue existiendo otro tipo de Capital Riesgo. Más artesanal. Más paciente. Del tipo que no hace ruido, sino que construye cimientos sólidos. El que asume riesgos reales en las fases más inciertas. El tipo que está ahí cuando nadie más lo está.
No se trata de demonizar el sector. Bien entendido, el Capital Riesgo es vital para redirigir recursos a proyectos con potencial transformador y rápida creación de valor. Pero no debemos olvidar para qué existe esta industria: no para recaudar rondas infinitas, sino para ayudar a construir empresas reales, con clientes reales, que generen valor real.
Quizá tengamos que acostumbrarnos a convivir con falsos unicornios y profetas del crecimiento hueco. Forma parte del juego. Pero también es nuestra responsabilidad reconocer y defender a los artesanos del capital paciente, aquellos inversores que entienden que el éxito no está en la foto del titular de hoy, sino en años de trabajo.
Menos palabras de moda. Más artesanía. Menos teatro. Más pico y pala.
Al final, se trata de construir.
Fuentes en medios de comunicación: Funds People